Relato
de ficción.
La
abuela siempre miraba por la ventana frotándose las manos. La recuerdo
con su mandilón y pañuelo negro en la cabeza. Era una mujer fuerte y
trabajadora. Siempre habíamos vivido con ellos, mis padres y nosotras, en casa
de los abuelos. Cuándo el abuelo murió, ella tomó el mando de todo como si lo hiciera
de toda la vida. Salía de madrugada a llevar las vacas a pastar, después las
ordeñaba y atendía al resto de los animales. Nos encantaba cuándo les daba de
comer a las gallinas y las llamaba al grito de "pitassss pitassss" y
ellas acudían como locas a buscar el maíz que les daba la abuela. El abuelo,
unos años antes de ponerse enfermo, había construido con papá un establo muy grande
para los animales y un granero donde las gallinas podían andar en libertad.
Bueno, lo de la libertad...es un decir. Nosotras siempre las estábamos
persiguiendo y corriendo detrás de ellas. Nos encantaba jugar con los animales,
y aunque la abuela se enfadaba, nosotras ya sabíamos que no se enfadaba
demasiado por las muecas que ponía. Mis padres, al principio los ayudaban mucho
y entre los cuatro llevaban la granja y de eso vivíamos. Nosotras también
teníamos nuestra tarea. Ir a recoger los huevos. Nos encantaba. Y eso que a
veces nos reñían porque siempre nos caía alguno. Era una etapa feliz hasta que
el abuelo murió y la abuela se hizo con toda la granja y papá y mamá decidieron
emigran en busca de trabajo para poder darnos una vida mejor a todos. Incluida
la abuela. Decían que allí no había futuro, e hicieron las maletas y se fueron,
así podrían trabajar y nosotras hacerle compañía a la abuela y cuidarla si era
necesario. Siguieron siendo unos años muy dulces y tiernos, pero a la vez muy
duros. Los inviernos se hacían muy largos y ya no teníamos al abuelo que
cortara la leña. Lo hacíamos entre las tres como podíamos. Éramos como una
piña, cada una de nosotras estaba siempre pendiente de la otra. Y la abuela era
quién llevaba la batuta en las decisiones finales. Nos enseñaba a querernos y
respetarnos, nos enseñó la alegría de vivir y la constancia en el trabajo, era
nuestra hada madrina, nuestro referente, nuestro ejemplo a seguir.
Trabajábamos
mucho y muy duro, pero al igual que nosotras teníamos que comer, los animales
también. De cuándo en cuándo, llegaban cartas de nuestros padres. A
la misma hora, siempre mirábamos para el camino mi hermana y yo, siempre
pendientes del silbido del cartero y su agitar la carta llamándonos con
alegría. El recorría mucho camino para traernos la carta de papá y mamá. En
cuánto lo oíamos salíamos corriendo y nos agarrábamos a él intentando cogerle
la carta. La abuela lo obsequiaba con un vaso de leche recién ordeñada y le
hacía un paquete siempre con un trozo de queso para que el camino se le hiciera
más llevadero. Los veranos allí eran hermosos, el campo se ponía de un verde
precioso y las flores comenzaban a brotar en distintos colores. La alegría
comenzaba a reinar en la granja ya que con el buen tiempo teníamos que dejar la
ardua tarea de cortar la leña, y teníamos más tiempo para jugar entre nosotras
y las risas eran nuestras compañeras del largo día. La abuela siempre estaba
contenta. Era una mujer fuerte y alegre a pesar de la vida que llevaba. Ella
siempre decía que era feliz de poder estar con nosotras, eso le daba energía y
alegría para encajar cada día. Era bondadosa y trabajadora. Igual que mi padre.
Tenían un carácter similar. Ella se iba con las vacas de madrugada a que
pastaran en los campos, y a la vuelta siempre nos llevaba a la cama un trozo de
pan con mantequilla y un vaso de leche. Así era mi abuela. Nunca se cansaba de
trabajar. Pero ella era feliz de esa forma. Los días grises y fríos del
invierno, ella nos contaba historias y nos leía siempre el mismo libro, gastado
y viejo, que ella guardaba con esmero, ya que había sido de su padre, y era
donde ella aprendió a leer, La hija del mar, de Rosalía de Castro. Nosotras la escuchábamos
con mucha atención, a pesar de sabernos casi el libro de memoria, nos seguía
apasionando la historia de la protagonista, Teresa.
La
abuela convertía las tardes invernales en momentos deseados, y los días
conseguía transformarlos en campos de flores, donde habitan mariposas y hadas y
nosotras éramos las princesas del cuento.
Fueron
pasando los meses y los años, y un día aparecieron nuestros padres. Cuándo los
vimos venir por el camino no nos lo podíamos creer. Era toda una sorpresa. No
nos habían dicho nada y de pronto ahí estaban, subían por el camino de piedras.
Mamá parecía una señora y papá todo un caballero. Corrimos las tres hacía
ellos La alegría nos desbordaba a todas y queríamos saber cómo era esa
gran ciudad y como habían pasado estos años. Pasamos muchos días escuchando sus
historias, emocionantes todas, risas y llantos se juntaban. Por fin estábamos
de nuevo todos juntos. Pero...la cara de la abuela iba cambiando día a día. Era
como si presintiera lo que iba a ocurrir. Papá y mamá habían venido para
comenzar todos juntos, una nueva vida en la ciudad. Habían venido a buscarnos a
las tres. Ellos ya tenían sus planes. La granja con los animales se vendería y
nos iríamos todos a vivir a una casa grande, donde no tendríamos que pasar
frío, ni madrugar en invierno para llevar las vacas a pastar. La vida sería más
cómoda y por fin podrían darle a la abuela lo que se merecía después de tanto
sacrificio. Una nueva vida. Pero las cosas no salieron como ellos tenían
pensado. La abuela no quería irse de allí. Decía que ella allí era feliz, con
sus animales, con sus cosas. Había vivido ahí siempre con el abuelo y con papá
y después con todos nosotros. No conocía otra vida más que esa y no quería
cambiarla por confort ni por ninguna ciudad. Mi abuela lo había sido todo para
nosotras, nuestro sustento y nuestra alegría, nuestra madre y nuestro padre. Yo
no me iría. Y eso mismo hice. Mis padres y mi hermana se fueron, pero yo me
quedé con ella cuidándola y mimándola como ella había hecho con nosotras.
Fueron años distintos y más relajados. El cartero siempre venía con
paquetes que nos mandaban mis padres. Había cosas que no cambiaban...
Ella nos había enseñado a leer y yo ahora pasaba las tardes leyéndole. Mis
padres nos mandaban todos los meses paquetes con comida, libros y revistas. Pasábamos
muchas horas leyendo y creo que la abuela fue muy feliz esos años en los que yo
permanecí a su lado, envolviéndola con cariño y amor, devolviendo todo lo que
ella había hecho por mi familia. La vida al fin y al cabo...es dar y devolver
sin compromiso, sin obligaciones, es devolver con amor. Ella había convertido
nuestros días en hermosas experiencias y yo convertía sus tardes, en amenas
sesiones de lectura, donde ella era la protagonista de los libros, la heroína,
la diosa, la princesa y la mujer más hermosa. Por las tardes ella era la
protagonista del libro, al igual que ella había sido la actriz principal de
nuestra vida.
Nadie
puede hacer por los niños pequeños lo que hacen los abuelos. Los abuelos
tienden a rociar polvo de estrellas sobre la vida de los niños pequeños. – Alex
Haley
Muy interesante ...
ResponderEliminarSaludos
Mark de Zabaleta
¡Qué maravilla de relato! Me has emocionado.
ResponderEliminar¡¡Me encanta qué te emocione!!Gracias Pilar.
EliminarNo todos tienen suerte con la familia que les toca.
ResponderEliminarLa ficción siempre es un refugio.
Saludos,
J.
No creo que debamos refugiarnos en algo irreal. Nuestra realidad es nuestra vida, refugiarse en algo que no existe...nos haría perder la cordura. ¿No cree?.
Eliminarestuvo muy bueno, gracias
ResponderEliminarMutaciones buena
ResponderEliminar